“Nada
puede surgir de la nada
Los
tres filósofos de Mileto pensaban que tenía que haber una -y quizás
sólo una- materia primaria de la que estaba hecho todo lo demás.
¿Pero cómo era posible que una materia se alterara de repente para
convertirse en algo completamente distinto? A este problema lo
podemos llamar problema
del cambio.
Desde
aproximadamente el año 500 a. de C. vivieron unos filósofos en la
colonia griega de Elea en el sur de Italia, y estos eleatos se
preocuparon por cuestiones de ese tipo. El
más
conocido era Parménides
(aprox.
510-470 a. de C).
Parménides
pensaba que todo lo que hay ha existido siempre, lo que era una idea
muy corriente entre los griegos. Daban más o menos por sentado
que todo lo que existe en el mundo es eterno. Nada puede surgir
de la nada, pensaba Parménides. Y algo que existe, tampoco se puede
convertir en nada.
Pero
Parménides fue más lejos que la mayoría. Pensaba que ningún
verdadero cambio era posible. No hay nada que se pueda convertir
en algo diferente a lo que es exactamente.
Desde
luego que Parménides sabía que precisamente la naturaleza muestra
cambios constantes. Con los
sentidos observaba
cómo cambiaban las cosas, pero esto no concordaba con lo que le
decía la
razón. No
obstante, cuando se vio forzado a elegir entre fiarse de sus sentidos
o de su razón, optó por la razón.
Conocemos
la expresión: «Si no lo veo, no lo creo». Pero Parménides no lo
creía ni siquiera cuando lo veía. Pensaba que los sentidos nos
ofrecen una imagen errónea del mundo, una imagen que no concuerda
con la razón de los seres humanos. Como filósofo, consideraba que
era su obligación descubrir toda clase de «ilusiones».
Esta
fuerte fe en la razón humana se llama racionalismo.
Un
racionalista es el que tiene una gran fe en la razón de las
personas como fuente de sus conocimientos sobre el mundo.
Todo
fluye
Al
mismo tiempo que Parménides, vivió Heráclito
de
Éfeso en Asia Menor. Él pensaba que precisamente los cambios
constantes eran los rasgos más básicos de la naturaleza.
Podríamos decir que Heráclito tenía más fe en lo que le decían
sus sentidos que Parménides.
«Todo
fluye», dijo Heráclito. Todo está en movimiento y nada dura
eternamente. Por eso no podemos «descender dos veces al mismo
río», pues cuando desciendo al río por segunda vez, ni yo ni el
río somos los mismos.
Heráclito
también señaló el hecho de que el mundo está caracterizado por
constantes contradicciones. Si no estuviéramos nunca enfermos, no
entenderíamos lo que significa estar sano. Si no tuviéramos nunca
hambre, no sabríamos apreciar estar saciados. Si no hubiera
nunca guerra, no sabríamos valorar la paz, y si no hubiera
nunca invierno, no nos daríamos cuenta de la primavera.
Tanto
el bien como el mal tienen un lugar necesario en el Todo, decía
Heráclito. Y si no hubiera un constante juego entre los contrastes,
el mundo dejaría de existir.
«Dios
es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, hambre y saciedad»,
decía. Emplea la palabra «Dios», pero es evidente que se refiere a
algo muy distinto a los dioses de los que hablaban los mitos. Para
Heráclito, Dios -o lo divino- es algo que abarca a todo el mundo.
Dios se muestra precisamente en esa naturaleza llena de
contradicciones y en constante cambio.
En
lugar de la palabra «Dios», emplea a menudo la palabra griega
logos,
que
significa razón. Aunque las personas no hemos pensado siempre
del mismo modo, ni hemos tenido la misma razón, Heráclito
opinaba que tiene que haber una especie de «razón universal» que
dirige todo lo que sucede en la naturaleza. Esta «razón
universal» -o «ley natural»- es algo común para todos y por la
cual todos tienen que guiarse. Y, sin embargo, la mayoría vive según
su propia razón, decía Heráclito. No tenía, en general, muy
buena opinión de su prójimo. «Las opiniones de la mayor parte de
la gente pueden compararse con los juegos infantiles», decía.
En
medio de todos esos cambios y contradicciones en la naturaleza,
Heráclito veía, pues, una unidad o un todo. Este «algo», que era
la base de todo, él lo llamaba «Dios» o «logos».”
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